Más triste que la Cucarachita
Martínez el día que el Ratón Pérez se cayó en la olla… ¡pero pa´lante!
Hay un adagio -no sé si de Tagore- que se quedó en mí y
conmigo hace muchos años: “Es
infinitamente más hermoso ser engañado mil veces, que perder una vez la fe en
la humanidad". Esta aseveración
viene a mi mente en un momento en el que me hallo resolviendo –en mi rol
docente- serios problemas de valores y –en mi rol “persona”- enfrentando una de
esas revisiones profundas que no siempre nos arrojan los resultados que
creíamos obvios; estoy, en fin, llevando a cabo un análisis de mi propio
ejercicio docente, desde la perspectiva de dos materias que este período me
hicieron “ruido”: Autoestima y
Desarrollo Personal y Desafíos de la Educación.
En el transcurso de ambas cátedras se me plantearon interrogantes que me
llevaron a una revisión personal de mi ejercicio docente y del entorno socio
cultural y psicoafectivo que lo circunda.
Y, en un punto del análisis, llegué a sentirme bastante disconforme y
dolida con lo que sucede a mi alrededor.
Sin embargo, no me quedé en esa primera impresión, sino que pasé a la
revisión de esos aspectos que me hacían ruido.
Un primer elemento que tuve como referencia para mi revisión,
fueron los postulados de Albornoz (1985), quien para esa época revisara la
estructura del sistema educativo venezolano desde una perspectiva integral con
predominantes rasgos de su personalidad.
Me desagradó, en primera instancia, el enfoque sexista y clasista de su
análisis. Sin embargo, al ver desde una
perspectiva general el análisis del autor, puedo percatarme que siguen vigentes
muchos de los aspectos que se critican en su obra, como si de una burbuja en el
tiempo se tratara. Nuestro sistema adolece
de múltiples defectos en todas sus instancias, vicios en la metodología y –a la
luz de la coyuntura política actual- vicios profundos en la concepción del rol
del docente, de la familia y de TODOS los actores del sistema educativo. Éste presenta, además, una marcada
relativización –en su aspecto legal y formal- de las normas y procedimientos,
lo cual para cualquier docente que se precie de serlo en toda la extensión de
la palabra, representa un marcado compromiso ético y moral.
Por si lo anterior fuese poco, se le suman los problemas de
desarticulación social y familiar que generan, a su vez toda la crisis de
valores que impera en nuestras escuelas, familias y en la sociedad toda. Para sumar “un toque de dulzura” a este
postre, también debemos abordar la capacitación poco adecuada de muchos de los
docentes en ejercicio en los momentos actuales, lo cual se añade a un deficiente
sistema de remuneración y compensaciones.
En este punto quiero detenerme, porque siento y considero que el aspecto
concerniente a los valores es un punto de honor que debemos rescatar. En los últimos años, en nuestro país, se ha
venido instaurando una cultura de “vivalapepismo” que pareciera dar al traste
con todo lo que hacemos en el aula. En
el plano personal, como mencioné al principio, me ha tocado de cerca esta crisis
de valores es notoria en algunos aprendices a los que doy clases, siendo afectada
de manera directa y personal a un punto tal de que mis pertenencias fueron
sustraídas, en un caso, o que se ha intentado ir contra mi persona en
procedimientos administrativos ilegales por no aprobar a quien, no cumpliendo
con las competencias mínimas, no ha obtenido la calificación mínima
aprobatoria. Al pasar por esta
coyuntura, incluso mi mente se trasladó al análisis de Hoffman en su obra “La
educación desde el banquillo de los acusados”, cuando habla de cómo ha
evolucionado (¿o involucionado?) cada una de figuras que se integran como
actores del sistema educativo y la concepción que se tiene del marco legal que
nos “asiste”. Debo confesar que mi
primera lectura de este segundo autor, fue con una visión más bien divertida;
sin embargo, me descubrí leyendo de nuevo en mi mente todo cuanto aportó en sus
páginas, a la luz de esta experiencia que acabo de asomar y –definitivamente-
logré comprender mucho mejor el punto de vista del autor, llegando hasta a
añorar a esos maestros, estudiantes y padres “de antes”. Y lo digo sin el menor desparpajo, pues es
innegable que estos aspectos condicionan el desempeño y motivación de cualquier
docente y yo no escapo a esa situación de afección.
La revisión no termina aquí, creo que he llevármela “de
tarea” por muchos, muchos más meses, pero deseo detenerme en este punto para no
convertir mi ensayo en un simple balance de pérdidas. Quiero ahora –desde mis convicciones, mi
experiencia y (por sobre todas las cosas) desde mis afectos- dejar sentado que
todo este panorama, lejos de ser un tope para mi desempeño profesional, es en
realidad una oferta abierta de un escenario para demostrar mis potencialidades;
y es en este punto donde que cobra valor y peso específico el nombre de la
cátedra: DESAFÍOS DE LA EDUCACIÓN; pues lo que para muchos podría ser un
cataclismo de obstáculos puede consolidarse –dependiendo del cristal con que se
mire- en el espacio perfecto para destacar y hacer la diferencia.
Comencé hablando del adagio –repito, no sé si de Tagore- que
se quedó en mí y conmigo hace muchos años:
“Es infinitamente más hermoso ser engañado mil veces, que perder una vez
la fe en la humanidad". Ante una
realidad tan avasallante como la descrita en los párrafos anteriores, no queda
nada fácil la congruencia entre palabra y acción, ¡nada fácil! Especialmente cuando hay los tropiezos
inherentes a eso que llamamos naturaleza humana. Ser congruente con esto, significa trascender
el contacto con las miserias –propias y ajenas- y atreverse a soñar, ¡a creer!,
que lo que se hace tiene un sentido y ha de surtir un efecto sistémico: no cambiaremos el sistema sino cambiando
nosotros mismos y nuestro entorno. Eso
lo hemos escuchado siempre, toca ahora ponerlo en el plano de la praxis
inmediata.
Mencioné
anteriormente que esta revisión la he llevado a cabo desde las vivencias poco
agradables que como docente me ha tocado presenciar los últimos días. Por eso hoy, con las lágrimas a flor de piel
y con una tristeza más grande que la muralla china, reafirmo mi convicción de
ser docente, a pesar del entorno y de los tropiezos, a pesar de esas pequeñas
mezquindades que a veces tocan nuestro hacer y nuestro andar. Me permito reafirmar que creo que vale la
pena confiar en el ser humano y apostar por una mejor calidad de vida, con
todas las letras y significados que eso implica. Sí, hoy estoy más triste que la Cucarachita
Martínez el día que el Ratón Pérez se cayó en la olla, pero eso no ha de
cambiar mi naturaleza, mis valores y mi convicción de que la educación puede
hacer la diferencia. Educación, ésa, la
integral, la que considera el todo y las partes; no la que sólo cubre
contenidos y descuida la trascendencia del ser humano. Hoy me toca, como docente que se reconoce
humana y, en tanto tal, perfectible, aprender –de una forma algo retorcida,
cruel e ilógica- cuánto valen los afectos y de qué manera superan el valor de
un bien material (al menos para mí). No
sé cómo reaccionar del todo ante las agresiones o fallos del sistema, esos que
no hieren y lastiman, no quiero actuar (soy educadora, no actriz) y no quiero
herir, a pesar de la herida recibida.
Este llanto silente debe traer consigo algún aprendizaje (que aún no
decodifico y que me indigna hasta el hartazgo), pero me niego a pensar que sea
el no confiar, el no querer, el no amar aquello que hago y para lo cual me he
preparado con el mayor de los esmeros.
Me niego a ello de manera rotunda pues, lo contrario, sería ir contra
natura. Hoy, como todos los días, a pesar
de esta desagradable sensación que tengo entre pecho y espalda al ver una
realidad que no es la que deseo para mí, para mi hija, ni para mis estudiantes
¡BENDIGO EL BIEN Y QUIERO VERLO!, en la convicción de que fuimos creados en
bondad, amor y honestidad y que podemos –si así lo decidimos- devolver en bien
lo que en bien recibimos, reconociéndonos docentes de calidad, capaces de
responder a los retos de esta sociedad y construir –juntos- la patria grande y
bonita que nos merecemos.