¡El Fin del Mundo es una Mierda!
El amanecer del día 22 la vio caminar a tientas por el medio
de la calle. Apenas lograba reconocer la
fachada de su casa, frente a la cual yacían, inermes y solitarias, las muchas
botellas que compartió con aquella tropa de desconocidos fatalistas que se le
unieron la noche anterior para compartir el temor y ahogar las penas del
fatídico desenlace.
Poco a poco su cuerpo recobraba la noción tiempo – espacio
que sentía distorsionada (debía ser por el cachito de marihuana, el licor nunca
la había subido de esa manera). Una extraña sensación de amplitud corporal y un
dolor generalizado la hacían tambalearse aún más. No lograba comprender la razón de ese
malestar y de tanto cansancio hasta que, al entrar a su alcoba, recogió los 38
condones esparcidos por el piso y el closet (eran 40, dos se rompieron en plena
juerga) y recordó uno de sus propósitos de fin de mundo: romper y multiplicar
su marca sexual de por vida. Voluntarios
no faltaron y logró agotar aquella cajita multisápida y colorida de variados
condones que había recabado con total intención durante el último mes.
La cama y un espejo eran el único mobiliario en su casa
pues, ante la inminente desaparición de la especie humana, decidió venderlo
todo e invertir en sexo, drogas y licor… Y regalar algo de dinero a los pobres,
por aquello de la redención final. Hasta
esas paredes le eran ajenas, en el sentido más puro: la casa también era parte
de las ventas apocalípticas que había realizado, lo recordó al ver llegar el
camión de la mudanza de sus nuevos dueños y sentir en su cabeza el dolor de la
alegría de aquellos a quienes había creído estafar (¡a quién se le ocurre
comprar bienes inmuebles de cara a la destrucción masiva de la humanidad!).
Frente al espejo que tanto la vio reír el día y la noche
anteriores, ahora lloraba. Con la cara
entre sus manos y sumida en la autoconmiseración, gritó con dolor desgarrador:
- ¡El fin del mundo es una mierda! Y
cayó desmayada por la resaca.
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