La voz de la muerte
Viene cada mes y toca su
timbre. Tiene una voz agradable y muy
varonil. Su dicción es muy
aceptable. Y demuestra tanta cortesía
que a veces resulta chocante. Nunca le he visto, ¡no me atrevo a asomarme a la
ventana!, aunque sería muy fácil. Para
mí es solo eso, una voz, ¡la voz de la muerte!
Oigo cómo le formula preguntas personales, le increpa de sus gustos y
hasta se atreve a pedirle su número de teléfono. A ella, a mi vecina, le
gusta. Se le nota en la voz y en la risa
(su tono no suele ser el mismo con el que grita a los niños que cuida). Sólo oigo su risa una vez al mes. Cuando ocurre esta visita furtiva, a media
mañana, cuando no hay casi nadie en el vecindario. Y su tos cada vez más sonora de fumadora
crónica, rompe el silencio de la media mañana e interrumpe esa placentera
risa. Respira. Se calma. Es así cada treinta días.
Hoy volvió la voz a casa de mi
vecina. Siempre con un bolso cargado de
regalos. La endulza, la prepara
lentamente. Y hubo risas, flirteos,
comentarios. ¡Y esa voz! Una voz que parece entrenada para hacer
sonreír, para responder a sus requerimientos.
Ella, mi vecina, cede. No le
importa la reiteración de las preguntas, responde presta y con gusto porque
sabe que obtendrá su premio como el mes pasado, como el mes próximo. Solo por eso contesta y sonríe… y suspira ansiosa. Termina la entrevista, ya la muerte deja su
legado, su cuota de inversión progresiva y mi vecina la recibe, sonriente. Se va la voz y ella, mi vecina, abraza a su
paquete de cajetillas de cigarrillos, ansiosa de que llegue el próximo
mes. Feliz de haberse ganado un regalo
más de la voz. Tose y se ahoga. Y cierra la puerta sonriente.
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