Amaneció,
como siempre, un sol radiante. La brisa matinal se coló por la ventana y le
arrancó el último resuello de sueño. Patricia se levantó, miro el calendario
descorazonada y, suspirando, emprendió camino a la ducha. Mientras se acicalaba
intentó arrancar de su piel tantos miércoles que hoy ya sentía adheridos a su
dermis cual parásitos detestables que amenazaban con consumirla en tantas
rutinas repetidas. Y lloró. Lloró sin ánimos, como todos los otros miércoles de
las últimas diez semanas. Arrugadas, alma y piel le hicieron abandonar el
cuarto de baño.
Al salir, decidió que no sería igual a los otros, no por llamarse igual debía ser igual de rutinario: no secó su cuerpo y caminó por el departamento hasta que no había rastros húmedos en él. Con pausa, abrió el refrigerador y con algunas frutas frescas se vistió de jueves y salió, calle abajo, con una sonrisa en su rostro y la frescura de madre natura impregnada en su existencia.
El cuadragésimo quinto miércoles consecutivo dejó de ser hastiante para Patricia y se convirtió en una fiesta tropical con olor a frutas maduras. Y ya no le importó ver el almanaque en cada amanecer.
Al salir, decidió que no sería igual a los otros, no por llamarse igual debía ser igual de rutinario: no secó su cuerpo y caminó por el departamento hasta que no había rastros húmedos en él. Con pausa, abrió el refrigerador y con algunas frutas frescas se vistió de jueves y salió, calle abajo, con una sonrisa en su rostro y la frescura de madre natura impregnada en su existencia.
El cuadragésimo quinto miércoles consecutivo dejó de ser hastiante para Patricia y se convirtió en una fiesta tropical con olor a frutas maduras. Y ya no le importó ver el almanaque en cada amanecer.
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